De anochecida, tras el aguacero que se desploma como si el cielo se escurriera para siempre y que es llamado avalasse por los cocos rouges, así motejados en la creencia de que la lava es responsable del color de sus cabellos, Armand de las Cuevas ve las almas errantes de la Santa Compaña descender las laderas del Piton de la Fournaise caminando en procesión sobre las viejas coladas frías y también entre las fumaradas de las recientes. Transportan en andas un féretro donde Armand puede ver yaciendo una versión translúcida de sí mismo, veinte años más joven, con esa media sonrisa a que se obligaba para alzar los brazos en el podio, no logrando sino acentuar la tristeza indeleble de su mirada de niño. Escucha el repique de la campanilla recorrer las calles de Saint Pierre y detenerse ante la puerta de su habitación.
—¿Qué queréis? —pregunta Armand.
—Llevarte con nosotros —le responde Luis Ocaña —. Venimos a buscarte.
—¿Por qué?
—Porque así lo quieres. Porque nos has convocado.
—¿Qué tengo yo que ver con vosotros?
Ocaña le habla entonces de la vida atormentada, del vértigo de caer desde la gloria de juventud y triunfo hasta un abismo de olvido y mediocridad, de la enfermedad, de la amargura incrustada en el paladar.
Dimitri de Fauw le habla entonces de la culpa, de la imposible penitencia de imaginar cada día lo que haría hoy quien tuvo la desdicha de atravesarse en su descuido.
Frank Vandenbroucke le habla entonces del enemigo interior, del infinito talento dilapidado, de la ruina deliberada de cada oportunidad, de cada amistad y de cada amor.
Agustín Sagasti le habla entonces de la frustración, de la esperanza malograda, del dolor físico, del tono de lástima en la voz de todos, del aguijón de la envidia de hallar siempre a otro donde uno soñaba con llegar.
Thierry Claveyrolat le habla entonces de la vergüenza, de los años borrosos tras una bruma de alcohol, de las dentelladas del remordimiento por haber traído la desgracia sin siquiera recordarla del todo.
Marco Pantani le habla entonces de la furia, del rencor por servir hoy de ídolo y mañana de juguete para terminar, como César, apuñalado por quienes se decían amigos, de no ansiar nada más que abreviar la agonía de la existencia igual de rápido que la agonía de la montaña.
José María Jiménez, su compañero el Chava, le habla entonces de la locura, de entregarse en todo exceso igual que en las escaladas, de vivir y morir de repente y al ataque.
—Vayamos hasta arriba juntos, como en el Ventoux —dice el Chava.
Armand finalmente apaga la luz, sale de la habitación y se une a la comitiva. Ascienden alumbrándose de hachones por entre los cultivos de cúrcuma de los pattes jaunes hasta el Pas des Sables bajo el Morne Langevin, dejan a un lado el Piton Rouge y se internan en la caldera del volcán. Allí adentro, en lo más alto, pisando la escarcha de agosto del cráter Dolomieu, Armand de las Cuevas ve salir el sol por detrás de la isla Mauricio y contempla por última vez su refulgir dorado sobre el cobre bruñido del Índico.