Siempre que el tiempo fuera propicio, la terraza del Rugaca a la hora del vermú era la zona de avituallamiento de preferencia donde morían los paseos que mi padre y yo acostumbrábamos a dar en vacaciones y festivos. Allí encontrábamos una variopinta alineación de parroquianos proclives a la tertulia cervecera de velador, entre los cuales solían ser titulares el tío Fabián el extremeño y Julián el estudioso del sexo.
El tío Fabián el extremeño fue jerarca del Sindicato Vertical y desde abril de 1977, con la legalización de los horizontales, acudía cada mañana a un despacho en la Delegación del Ministerio de Trabajo donde toda su responsabilidad se circunscribía a esperar el retorno del Mesías y tomar cafelitos por los bares de la zona. Criticaba sin misericordia la degeneración de lo que él llamaba “este régimen socialista”, al que deseaba y vaticinaba un inminente y abrupto final, ajeno a que tal desenlace quizá también pusiera fin a su nirvana laboral. Buena parte de las energías que ahorraba de lunes a viernes, de ocho a tres, eran consumidas durante el resto del horario en belicosa militancia en Alianza Popular.
Julián el estudioso del sexo había sido funcionario de carrera de la Secretaría General del Movimiento, reconvertido al inicio de la Transición en profesor de Política y Educación Física por mor de la equiparación de ese personal a la Administración General del Estado. Estaba recientemente incapacitado por una dolencia cardiaca que años más tarde se lo llevó por delante y como cualquier jubilado relativamente joven, buscaba una afición con la que llenar sus largas horas de ocio; con la proliferación de los videoclubes, la encontró en el VHS y la pornografía. Recorría incansable las tiendas de electrónica rastreando las últimas novedades para la reproducción y, sobre todo, la copia de películas, vanagloriándose de haber llegado a acumular centenares en una colección que ya ocupaba una pared entera del salón de su casa; el muro de la vergüenza, según su mujer. Era miembro de todos los videoclubes de Huesca y horrorizaba a las dependientas por su naturalidad para hablar sin ningún rubor del contenido de las cintas, comentando si esta tenía mejor o peor argumento, preguntando si en aquella aparecían más o menos pollas u opinando que la de más allá no le había gustado mucho porque se dedicaban a follar sin más, sin venir a cuento, decía. Mi hermano Luis y yo pasábamos ratos divertidísimos tirándole de la lengua y aprendiendo de sus técnicas para realizar sus propias producciones caseras, combinando escenas y superponiendo comentarios jocosos de su cosecha. Aún hoy recordamos su tenaz búsqueda de lo que él llamaba “vídeo de inserción”, el Santo Grial de los mezcladores que supuestamente permitiría empalmar fragmentos de vídeo sin ese “pffft” que se percibe con los aparatos normales.
En el sanedrín de la terraza del Rugaca se discutía más que dialogaba. Normalmente de política o de fútbol, aunque cabían los más variados temas, ya fueran las ventajas de vivir en una u otra parte del mundo, las potencias u otras prestaciones del parque automovilístico, la auténtica receta de este o aquel plato regional o la mayor o menor inteligencia de las razas de perros. El debate solía ser de lo más acalorado y del más puro estilo español, es decir, se pontificaba a voces desde posiciones irreconciliables e inamovibles y las descalificaciones ad hominem se despachaban con la soltura de quien da los buenos días. En esto último sobresalía el tío Fabián el extremeño, habitualmente en posesión indivisa de la verdad puesto que era licenciado en Derecho y no había otro, no ya en la tertulia sino, al parecer, en toda la Cristiandad. “Cómo se nota que no tienes ni puta idea” era su expresión de disconformidad más tibia.
En ocasiones, sobre todo cuando la canícula de julio traía algún eco del Tour, la charla navegaba por el espacio interestelar del ciclismo. Eran los años de Hinault y Fignon, nada favorables para los corredores españoles, por lo que la deriva gravitacional la arrastraba poco a poco pero indefectiblemente hacia el centro de la galaxia, es decir, el núcleo nebuloso donde habitan los ciclistas buenos de verdad, los de antes, los de los años cincuenta y sesenta, esa materia oscura de la que mi padre, el tío Fabián el extremeño y Julián el estudioso del sexo eran autoridades mundiales. Y oculto en el interior del centro galáctico acechaba el agujero negro supermasivo de Federico Martín Bahamontes, donde todas las conversaciones de ciclismo terminaban precipitándose para no salir jamás. Como por encantamiento, la agresividad se evaporaba, el vocerío disminuía veinte decibelios y todas las opiniones confluían en admiración unánime y adhesión inquebrantable a la figura del único, el irrepetible, el más grande escalador que vieran los tiempos, el Águila de Toledo. Se porfiaba entonces por narrar detalles recónditos de sus proezas o algunos de sus hechos menos conocidos.
—Eddy Merckx se hizo ciclista porque quería ser como Bahamontes —decía mi padre.
—Tenía miedo a los descensos porque una vez en Asturias se estrelló contra un oso —decía el tío Fabián el extremeño.
—De joven cogió el tifus y se le cayó el pelo; cuando se recuperó, le salió rizado —decía Julián el estudioso del sexo, con ojo entrenado para los detalles anatómicos.
Nada era excesivo ni imposible. Llegados a ese estadio, me encantaba encender la mecha y preguntar inocentemente:
—¿Es verdad que una vez paró arriba de un puerto a tomarse un helado?
Lo cual, no por igualmente preguntado en todas y cada una de las oportunidades, dejaba de desencadenar una avalancha de encendidas respuestas, con sus correspondientes réplicas, contrarréplicas, acotaciones y apostillas.
—No una vez sino muchas —decía mi padre.
—Sacaba tanto tiempo de ventaja en las subidas que la organización le obligaba a esperar para no dejar en ridículo a Anquetil —decía el tío Fabián el extremeño.
—Si no había helados, cortejaba a alguna aficionada francesa —decía Julián el estudioso del sexo, siempre a su tema.
Un tsunami de exageraciones. La historia del helado de Bahamontes se iba engrandeciendo con cada nueva evocación, haciéndose extensiva a pollos asados, carajillos y todo tipo de bebidas y alimentos consumidos al borde de la carretera, con un pelotón que no llegaba nunca porque lo había dejado a tal distancia que le hubiera bastado para ganar ese Tour y el del año siguiente, mientras los periódicos franceses rabiaban y tildaban de prepotente y soberbio a quien mostraba tanto menosprecio por sus rivales y tanto desdén por la victoria.
La realidad, desde la perspectiva de hoy, es que el 26 de julio de 1954, año de su primera participación y su primer reinado de la montaña, disputándose la decimoséptima etapa del Tour de Francia, entre Lyon y Grenoble, Federico Martín Bahamontes coronó el Col de Romeyère, de segunda categoría, en primera posición y en compañía de otros tres fugados; paró por una avería en una rueda hasta que llegó Berrendero con el repuesto y después fue capaz de remontar y pasar el primero también por el siguiente puerto, para sufrir una pájara al final de la etapa y terminar con doce minutos de retraso. No existen fotografías ni crónicas de prensa de ese día
que muestren o mencionen el célebre helado, que bien pudo ser de vainilla, servido dentro mismo de un bidón o en un cucurucho de barquillo, de una o dos bolas, o una bebida refrescante, o nada en absoluto, según demos crédito a uno u otro de los múltiples relatos que el propio Bahamontes ha dejado de este episodio a lo largo de su vida.
Fuera como fuese, desde aquellos años de la terraza del Rugaca, el helado de Bahamontes forma parte en mi imaginación de esa galería de símbolos que dibujan una cierta concepción melancólica de España, desprendida y temeraria, quijotesca y desmedida, donde entre otros también tengo el cuchillo de Guzmán el Bueno, las naves de Hernán Cortés, el “¡Viva la Muerte!” de Millán Astray o las cuentas del Gran Capitán.