El domingo 20 de julio de 1969, o el lunes 21, dependiendo de la zona horaria, Neil Armstrong ponía el pie en la superficie lunar e improvisaba aquello tan espontáneo de un pequeño paso para el hombre, y no me acuerdo qué más. Mi padre estaba en el hospital desde el día de San Juan, y mi hermano Ismael y yo, a la espera de lo que se hiciera con nosotros cuando lo trasladaran a una clínica especializada de Barcelona, echábamos los días en el colegio entre la piscina, el frontón y la sala de la televisión. Allí nos juntaron los curas para ver, supongo que en diferido, la transmisión de Televisión Española de tan histórico acontecimiento, según ellos quizá solo comparable con la gesta del Descubrimiento. En una época cuando una conferencia telefónica con Barbastro podía requerir horas de espera, pudimos contemplar (vía satélite, se decía) la imagen fija de una estructura borrosa con una escalera adosada por la que tras largo tiempo descendió con mucha dificultad la radiografía de un buzo como los del Capitán Nemo, entre mucho ruido de fondo, conversaciones en inglés y, sobreponiéndose a todo ello, los encendidos comentarios de un Jesús Hermida novato pero ya en el cénit de su pedantería. Eddy Merckx se imponía ese 20 de julio de 1969 en la contrarreloj de París que cerraba el Tour de Francia, con lo que se adjudicaba, en su primera participación, el maillot amarillo con dieciocho minutos de ventaja, seis victorias de etapa, la clasificación por puntos, el gran premio de la montaña, el premio de la combatividad y, obviamente, la combinada. El Faema ganó además por equipos. Un pequeño paso para el Caníbal, etcétera.
La ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Barcelona se celebró el sábado 25 de julio de 1992 y tuvo su momento culminante cuando la flecha incendiaria de Antonio Rebollo recorrió su parábola perfecta hasta lo alto del pebetero. Dicen las malas lenguas que había tal concentración de propano en la atmósfera sobre el Estadi Olímpic, que igual se habría encendido si hubiese apuntado hacia Badalona. Yo la vi en un televisor de aquellos que se suponían portátiles de un apartamento que alquilaban mis suegros en Salou, la playa de Aragón. Ese mismo sábado se corrió la penúltima etapa del Tour de Francia, llana con final en Nanterre, única victoria importante en la carrera del belga Peter de Clercq. Induráin, que venía de alzarse con el Giro en su primera tentativa, al día siguiente se confirmó como el mejor al conquistar el segundo de sus cinco Tours que encadenó durante esos años.
El día que saltó la tapa de la olla a presión de la central térmica nuclear Memorial Vladímir Ilich Lenin de Chernóbil, el sábado 26 de abril de 1986, Alfonso Gutiérrez ganó al sprint la cuarta etapa de la Vuelta, plana y lenta entre Zaragoza y Logroño. Álvaro Pino fue el vencedor final, por delante de Robert Millar (hoy Philippa York) y de Sean Kelly. Pero si algo quedó de esa edición de la Vuelta a España es la canción “Take On Me” del grupo A-ha y la cantinela de Supergarcía para referirse en todas y cada una de las ocasiones al jefe de filas del Zor-BH: “Pino, Pinooo, Pino, ¡Pinoooooo!” Yo no recuerdo exactamente dónde estaba el 26 de abril de 1986, pero sí cómo en los días y semanas siguientes no se hablaba en los medios más que de reactores, sarcófagos de hormigón, isótopos, nubes radiactivas, barras de grafito y otras zarandajas atómicas. Y también que ese verano, en la costa de Tarragona, los locales llamaban Playa Chernóbil a la playa nudista del Torn, a la sombra de la central de Vandellós, y afirmaban que allí, por efecto de la radiación, los órganos sexuales de los hombres se engrandecían a ojos vistas.
La selección española de fútbol se alzó con la Eurocopa de 2008 el domingo 29 de junio, el mismo día que Alejandro Valverde se proclamaba por primera vez campeón de España de ciclismo en ruta, en Talavera de la Reina, al adelantarse en la llegada a Óscar Sevilla, su compañero en la fuga. Dos campeonatos más y numerosos podios figuran en el amplio y longevo palmarés del Bala que, de momento y al parecer, está retirado. Vivíamos en Florida y el interés por el fútbol europeo en Estados Unidos era inexistente, por lo que el todo el torneo había pasado completamente desapercibido para mí. Solamente vimos la final, en casa a las dos de la tarde por la diferencia horaria, a través de uno de los canales de la ESPN. El comentarista, británico, no dejó hasta el tiempo de descuento de dar por segura la victoria de Alemania, incluso después del gol del Niño Torres, porque los españoles siempre prometían mucho para acabar decepcionando. “Underachievers”, les decía, desde una superioridad seguramente conferida por los trofeos logrados a lo largo de la historia por los cuatro combinados de las islas.
Muy diferente fue para mí el mundial de Sudáfrica, que España alcanzó el domingo 11 de julio de 2010 al derrotar a Holanda (hoy Países Bajos) con el famoso gol de “Iniesta de mi vida” en la prórroga. Vimos mis hermanos y yo juntos la final en Madrid, pero yo había pasado buena parte del campeonato trabajando en Brasil, donde la religión mayoritaria es el fútbol. El país se detenía cada día que jugaba el equipo nacional, no importando si el rival era Corea del Norte. Allí tuve que soportar incontables bromas a costa de la derrota inicial de España ante Suiza, justo hasta el momento en que Brasil fue eliminada en cuartos de final por los holandeses (hoy neerlandeses). Ese 11 de julio de la final de Johannesburgo, el luxemburgués Andy Schleck, el bueno de los Schleck, vencía en la octava etapa del Tour, primera de alta montaña con final en Morzine- Avoriaz, por delante de Samuel Sánchez. Venció asimismo en ese Tour de Francia, su única gran vuelta, pero no en París sino casi dos años después, porque ese fue el año del célebre solomillo a las finas trazas de Alberto Contador.
La selección española volvió a ganar la Eurocopa de 2012, el 1 de julio ante Italia por cuatro a cero en el Estadio Olímpico de Kiev (hoy Kyiv). Recuerdo haber visto el partido y no mucho más, quizá ya no era algo tan memorable, por repetido. Tal vez Peter Sagan sí tenga especial memoria de la etapa del Tour que se llevó ese día, por ser la primera de la docena que tiene en su vitrina hasta la fecha, la primera también de un Tour de Francia que se inició en Bélgica y coronó a Bradley Wiggins, especialista en pista que tuvo unas pocas buenas temporadas en ruta al final de su carrera.
El 11 de septiembre de 2001, Erik Zabel se imponía al sprint en Gijón en la cuarta etapa de la Vuelta a España. Estábamos en la oficina cuando, poco antes de las nueve de la mañana, alguien gritó que un avión se había estrellado contra una de las torres gemelas del World Trade Center. Vimos entonces en directo por CNN en Internet cómo el segundo avión reventaba la torre sur. En segundos, debido a la saturación, dejaron de funcionar tanto Internet como los teléfonos. Tratamos de encontrar alguna certeza entre el caos que empezaron a difundir radio y televisión. Vimos a la gente saltando desde las ventanas, colapsar ambas torres y la pavorosa panorámica desde Brooklyn, al otro lado del río, de Manhattan convertida en una chimenea. Todos teníamos amigos o familia en Nueva York. Todo el mundo lloraba, quien no de miedo, de rabia. Nos fuimos a casa a media mañana, como huyendo de no se sabe qué. Las barreras de los peajes de la autopista estaban levantadas, como en los días de huracán.
El 11 de marzo de 2004, Aleksandr Vinokúrov cruzó el primero la meta en la quinta etapa de la París-Niza. Las explosiones en los trenes habían ocurrido seis horas antes, pero yo me enteré al subir al coche y poner la radio, a eso de las ocho de la mañana. Fue 11 de septiembre otra vez.
En 1997, éramos huérfanos recientes de Induráin y conscientes de que nadie, en mucho tiempo, ni Olano ni Escartín, sería capaz de ocupar su vacante. Jan Ulrich consiguió ese año su único Tour de Francia, aunque pareciera el primero de muchos más. El 12 de julio, día en que dispararon dos veces en la cabeza a Miguel Ángel Blanco, y casi a la misma hora, Erik Zabel ganaba la séptima etapa en Burdeos. El día en el que Miguel Ángel Blanco murió, Erik Zabel repitió victoria en Pau. Yo veraneaba en Salou con mi familia, igual que ese político que años después recuerda, como lo hago yo, “el silencio que había en la playa, como si se avecinara una tragedia”. Ese político que ahora explica que él y algunos “plantearon alguna iniciativa” para evitar el asesinato, “pero no se pudo”. Sí, ese político al que se le asoma a la cara la clase de materia de la que está hecha su alma.
Ahora me acuerdo: Un gran salto para la humanidad.